La ficción del mundo globalizado nunca ha sido más evidente que ahora, en plena pandemia por COVID-19. Todas las encuestas y análisis, a lo largo y ancho del mundo, han destacado cómo la corresponsabilidad es casi inexistente y las mujeres se han sobrecargado física y emocionalmente tuvieran o no un empleo remunerado.

Las brechas de género se han ampliado hasta extremos dramáticos y las horas suplementarias de cuidados familiares han recaído −de nuevo− sobre los hombros de las mujeres que han tenido más obligaciones, más estrés y han disfrutado de menos ocio, descanso y tiempo libre durante el confinamiento.

Incluso mientras la producción estuvo parada y la actividad social se redujo al mínimo, cuidar fue −y es− imprescindible. Cuidar a quienes nos cuidan en colegios, hospitales, centros de día, residencias para personas ancianas; cuidar a las mujeres que nos cuidaron, a las que nos cuidan. Cuidarnos a nosotras mismas. 

Pensar cómo hacerlo y para qué; no solo como herramienta para poder seguir dando vueltas en una rueda de molino. Dejar de cuidar como mandato inexcusable. Pensar cuáles de esos cuidados tienen que ser necesariamente hechos por nosotras. Ser flexibles con nuestros estándares. Olvidarnos de ser perfectas y llegar a todo.